
He dedicado media vida a reproducir fielmente declaraciones de delitos, estafas, raptos, algún asesinato y muchas multas por conducción ebria. Mis dedos pespuntan tal velocidad de deletreo que puedo permitirme pensar en la cena o en la reparación de la bujía mientras anoto explicaciones, dictámenes o ruegos.
A veces, libro una batalla con la realidad. Firmemente, me posiciono del lado de los defendidos e invoco entre sueños argumentaciones incoherentes que harían saltar de delirio a sus adormecidas señorías. Frente a frente al acusado, me alzo victorioso y leo con plétora mi discurso final. Enfundado en mi impecable etiqueta, finamente planchada por una cándida asistenta, miro de perfil con un suave magnetismo a los presentes. El público asiste a una representación única, mayestática, llena de agravios demagógicos y de sutilezas léxicas. Consumido mi turno de réplica, oigo aplausos que reafirman mi versatilidad. El juez, finalmente, accede ante mis alegatos y estampa con energía el tampón del sobreseimiento.
Abstraído en rumores de gloria, he perdido mi concentración. Me aplico una severa reprimenda y retomo el orden. Una bonita abogada, con cara de pocos amigos, ojea con desatino mi fugaz huida. Puedo percibir un ligero enojo en sus fríos ojos negros. Sus piernas, embutidas en medias transparentes, son el centro de atención del fiscal, un ruín guaperas al que pocas mañanas le han despertado sin compañía femenina.
(Imagen: Lee Miller)
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