
Cada mañana sigo una escrupulosa ceremonia. A las 6:50 suena una canina alarma que desafía mi feroz instinto. Duermo siempre solo, aunque no por ello he dejado de sentir el placer que provoca el cambio de sábanas todos los viernes de la semana. Me gusta la lencería blanca, me transmite el sosiego de estar en paz con mi madre. Murió hace tres años.
No fumo, aborrezco el humo. No bebo entre semana, detesto al borracho de los miércoles. No tolero las grasas, me causan indigestión. La política me aflije. El sexo me debilita. Los juegos me corrompen. La prensa me aletarga. El arte me atonta. La literatura me contrae. La justicia, eso es otro asunto. La justicia me alimenta. La rutina me refuerza. El deber me fortalece. Los trajes oscuros me distinguen.
A las 7:45 llego puntual al juzgado. Saludo al personal de seguridad, tomo un café largo, dos cucharillas de azúcar, tres gotas de leche y vaso de cartón. En mi taquilla encuentro un pulcro taquígrafo, con sus borradas teclas, ahora inerte y silencioso, testigo afónico de los desmanes humanos.
(Imagen: Herbert List)
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