
La mañana del accidente dormía desnuda envuelta por una asfixiante membrana de calor. A las 8:00 de la mañana sonó la maldita alarma de un teléfono perdido entre los cojines de la sala. Me levanté resabiada, dispuesta a golpear como una cavernícola el pertubante objeto de mi desvelo. Volví al sueño, incrédula de mi desgracia, pensando en el placer que provocan los últimos tres minutos de reposo. A las 8:02, vibró mi vida. Como un látigo punzante, mi padre esgrimió: "tu hermano ha tenido un accidente, está muy grave."
Maldita mi suerte, maldita mi cólera, maldita la risa frenética y descompasada que me inducía un ritmo pendular. Como enferma de muerte, veía caer el peso de mi cuerpo sobre la cama. Lamía mi piel, queriendo disolver el sabor agraz de la lengua; seca por dentro, con el alma fraccionada, reía de miedo. Siempre fue así, ¿verdad? ¿Recuerdas cuando te molestaba hasta desatar tu ira y en el instante en que puño se alzaba sobre mi cara, no podía parar de reír? ¿O recuerdas cuando maltrecha por algún infortunio comenzaba ese hilarante ruidito que tanto te enfurecía?
(Imagen: Juan Muñoz)
Maldita mi suerte, maldita mi cólera, maldita la risa frenética y descompasada que me inducía un ritmo pendular. Como enferma de muerte, veía caer el peso de mi cuerpo sobre la cama. Lamía mi piel, queriendo disolver el sabor agraz de la lengua; seca por dentro, con el alma fraccionada, reía de miedo. Siempre fue así, ¿verdad? ¿Recuerdas cuando te molestaba hasta desatar tu ira y en el instante en que puño se alzaba sobre mi cara, no podía parar de reír? ¿O recuerdas cuando maltrecha por algún infortunio comenzaba ese hilarante ruidito que tanto te enfurecía?
(Imagen: Juan Muñoz)
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