
Cae la tarde en el huerto. El sol se derrite entre el vapor de espesas nubes y unos pocos haces de luz bajan hasta el suelo. Desde mi ventana, los rayos luminosos parecían desembocar en la escalera de Jacob. Decidí salir a buscar los peldaños que conducían hasta la gran esfera. El tiempo descontaba velozmente cada segundo. Tenía pocos minutos antes de que la celosa luna ocultara mi dorada escalera. Pedí prestado a un viejo saltamontes un casco que cubriera mi cabeza y robé unas aletas de rana tan desgastadas que mis pequeños dedos sobresalían en sus puntas.
Así de equipada me dispuse a salir. Las tablillas de madera del consumido suelo crujían doloridas por mis pisotones. ¿Qué podría hacer? Aún no había conseguido convencer a ninguna golondrina para que me enseñara a volar. "¡Pssss!" -grité cabreada- "vais a asustar a los abuelos." Al fondo de la cocina, se oían silbante la olla que cocía la sopa de los viernes. Ahora se escuchan algunos pasos. La tía Nina habría acabado de bordar grecas en la ventana. El crepúsculo se acercaba y la escalera se estaba difuminando como si Eolo soplara dispersando sus infinitas gotas áulicas en el horizonte. Pensé esconderme en el reloj de cuerda. El péndulo golpeaba mi casco de saltamontes. El tic-tac de aquel cachivache ahora sonaba croc-croc.
Cuando el abuelo me descubrió, soltó una sonora carcajada: "Margarita, hija, éste no es lugar para tus juegos de niña." Entonces, llegaron la abuela y la tía Nina, quien con sus puntiagudas manos, limpiaba los trocitos del saltamontes en mi cabeza. Estaba desconsolada: la escalera había desaparecido, el casco y las aletas estaban destruidos y para colmo me esperaba humeante la agria sopa de pocho.
(Imagen: Alex Webb)
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