domingo, 27 de marzo de 2011

EL VELO DE LEUCOTEA



De noche y a oscuras, sonaban ruidosas las hojas. Corría al resguardo de una vieja manta, cosida con deslucidos hilos violetas y dorados, que habría servido de ajuar a la tía Nina. Bajo aquel paraguas de lino, me consolaba pensando que a las moscas tendría que parecerle estruendoso el quedo rumor de un simple batir de pestañas. ¡Qué diminuta sería la vida siendo un insecto!

De día, el huerto tomaba luces distintas. Me ocupaba personalmente de supervisar que las abejas picasen las uvas podridas y aleccionaba a la reina madre cuando se atrevía a morder las bayas sanas. Tenía una bonita cesta de mimbre pintada de blanco por generaciones de mujeres. En ella, vertía las manzanas precipitadas entre los surcos del arado. No temía a las frutas infectadas porque, en mis sueños, recorría alegre las galerías formadas por larvas y orugas. Recuerdo aún el fresco olor de la vida dentro de las peras y de los membrillos.

El abuelo recogía las hojas de melisa y las hervía hasta conseguir una agria tisana. La melisa era la planta favorita de las abejas. El abuelo la usaba para hacerme dormir. Una niña tan despierta, con ojos como faros vigías, se quedaba marchita tras beber aquel tibio brebaje. Sentía una tranquilidad ahora perdida cuando el dorado vaho de la infusión mojaba mi cara y miles de gotas aspergeaban el vello de mis mejillas.

(Imagen: Madame Yevonde)

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