martes, 28 de diciembre de 2010

LA LATITUD DEL DESEO


Unos pocos centímetros a la izquierda, en el anaquel de mis antojos, desplazo un volumen mórbido, enorme, temblante, colosal. Son mis deseos. Mientras los envuelvo para regalo, me siento pensativa en un diván azul. Cruzo las piernas, pliego mi falda, desabrocho el nudo del pañuelo que se enrosca en mi cuello y enciendo un cigarrillo. El humo entra en contacto con la córnea y me hace llorar. Estas lágrimas han estropeado mi maquillaje. Debo estar monstruosa.

Puedo oler la esencia del deseo impregnada en las paredes de esta habitación. Conforman un mosaico de fragancias ácidas, con unos perceptivos toques de almizcle. En otros tiempos, serían tus glándulas las culpables de segregar este olor untuoso. Desde fuera, la calle empuja algunos gritos y lamentos hacia el cristal de la ventana. Ante mis lluviosos ojos las voces adquieren tamaño corpóreo.

***

Voy recortando viñetas hechas con tiras de papel; poco a poco he derramado una hermosa alfombra con centenares de colores. Voy eligiendo las más bellas y las más delicadas. Las separo, las observo y las pego en el álbum. Sin darme cuenta, estoy confeccionando un atlas geográfico de nuestra historia. Creo que la línea del ecuador pasará por mi ombligo y que tus brazos servirán de paralelos. Aún me queda idear dónde situaré la Eclíptica y la latitud de mis deseos.


(Imagen: William Klein)

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