miércoles, 7 de julio de 2010

ESPECTÁCULO, ESPECTADOR, ESPECTRAL


No hay nada peor que el aliento matutino; aún puedo oler las ondas amargas de la mostaza que anoche engrasó mi cena. Pienso que las mañanas debieron inventarlas los eremitas. O mejor, los eremitas huyeron para no compartir sus mañanas. El desayuno publicitario, ése tan ordenado y ascéptico, no existe. En su lugar me hallo con docenas de platos sucios, quién sabe si llenos de microbios adaptados a mi clima.

Desde la muerte de la abogada han pasado dos semanas. Es posible que algunos días más puesto que he dormido tanto desde entonces que francamente algunas noches se han solapado unas con otras. En el trabajo he alegado encontrarme bajo los efectos de una terrible depresión. Al menos, los años de voluntarioso servicio han valido para que mi buen nombre se encuentre fuera de toda tacha. Quiero reconocer que el sentido de culpabilidad me ha impreso un vacío que sólo una buena reprimenta moral o un severo castigo son capaces de paliar.

Ahora lejos de sofocar esta soflama ruidosa con una vida bienintencionada, me creo batuta de ceremonias y comienzo una danza macabra, arriba y abajo, subo, bajo, me dejo caer contra el suelo, levanto el pecho, golpeo el muro, grito, ¡ah!, ¡socorro!, subo, me quedo quieto. Los ojos destellan fuera de sí. Me muerdo la lengua, fuerte, me causa un dolor placentero. Lloro. Hago muecas. Dejo fluir las manos como tiras de papel. Tiemblo pero no sudo. Me siento. Miro el costado de mi costado. Tengo sueño. Duermo. No sueño.


(Imagen: Frank Horvat)




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