
Permanece en mi memoria el eco de aquellas pisadas que golpeaban los escalones como un martillo percute la piel del tambor. Los impactos de las suelas en el mortecino mármol me han perseguido durante meses; incluso me atrevería a afirmar que fueron ellas las únicas causantes de mi posterior delirio.
Los policias subían al piso superior en bandadas, cuáles pájaros negros vociferantes repelían el paso al personal del juzgado. "Asunto policial" -repetían entre cacareos. Era la última persona indicada en presenciar aquella escabrosa escena pero el juez, aún convalenciente, me reclamó para levantar acta. La pierna derecha impedía a la izquierda avanzar hasta el ingreso de su oficina. Sentía que del estómago emanaba una aridez a la que ningún trago acontentaba.
Al abrir la puerta los chicos del departamento de homicidios levantaron sus cabezas y saludaron al magistrado, por mi desolado aspecto no tuve que parecerles más que un chupatintas, patán de escasa categoría. Razón no les faltaban. A mi juicio y sin ánimo de desagrado, su presencia en aquella sala recordaba el ritual de las moscas sobre el cuerpo putrefacto. Con escrupulosa languidez manipulaban el cadáver de la abogada, espolvoreando sustancias blancas y azules que se desintegraban en el ambiente, cargando la atmósfera hasta hacerla irrespirable.
Uno de los ayudantes del forense, solicitó mis servicios como atril. En cutrillas mis piernas formaron un arco que servió de apoyo unos instantes a la hermosa cabellera inerte de la abogada. Quisiera recordar que el tacto de su pelo era esponjoso y que aún pude percibir algunas notas de su perfume.
(Imagen: Ralph Gigson)
Los policias subían al piso superior en bandadas, cuáles pájaros negros vociferantes repelían el paso al personal del juzgado. "Asunto policial" -repetían entre cacareos. Era la última persona indicada en presenciar aquella escabrosa escena pero el juez, aún convalenciente, me reclamó para levantar acta. La pierna derecha impedía a la izquierda avanzar hasta el ingreso de su oficina. Sentía que del estómago emanaba una aridez a la que ningún trago acontentaba.
Al abrir la puerta los chicos del departamento de homicidios levantaron sus cabezas y saludaron al magistrado, por mi desolado aspecto no tuve que parecerles más que un chupatintas, patán de escasa categoría. Razón no les faltaban. A mi juicio y sin ánimo de desagrado, su presencia en aquella sala recordaba el ritual de las moscas sobre el cuerpo putrefacto. Con escrupulosa languidez manipulaban el cadáver de la abogada, espolvoreando sustancias blancas y azules que se desintegraban en el ambiente, cargando la atmósfera hasta hacerla irrespirable.
Uno de los ayudantes del forense, solicitó mis servicios como atril. En cutrillas mis piernas formaron un arco que servió de apoyo unos instantes a la hermosa cabellera inerte de la abogada. Quisiera recordar que el tacto de su pelo era esponjoso y que aún pude percibir algunas notas de su perfume.
(Imagen: Ralph Gigson)
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