viernes, 30 de abril de 2010

LA TERAPIA DE LA RISA


Este episodio ocurrió uno de los días que mi hermano pasó en la UCI. La ley, hecha a partir de la costumbre, dictaba que de las dos veces que podíamos entrar a verlo, mi madre pasaba en ambas y mi padre y yo nos turnábamos la mañana o la tarde. Muchos días, la mayoría quizás, los amigos esperaban sentados a largo del profundo túnel que conducía hasta la incubadora. Cuando salía el primero, caminaban miedosos hasta recibir noticias. Nunca pronunciaban la primera palabra. Me sentía una suerte de Mercurio: medía mis impresiones, sujetaba las emociones. Todos me miraban sin parpadear, conteniendo con el diafragma la respiración. Sus gestos al recibir la noticia eran discretos y las frases de consuelo se repetían día tras día.

Hacía algunas semanas que habíamos prometido que uno de ellos, su alma gemela de fiestas, el que le devolvió la vida, debía entrar a verlo. El estado de mi hermano era de escasa consciencia porque empezaban a bajarle la sedación. Entró conmigo. Él me agarraba aferrándose a mi experiencia en esa situación. Yo percibía íntimamente su miedo y por ello, intentaba sonreír para calmar su ansiedad.

Llegamos a su habitación. Sentí como notó que su amigo M. había entrado y de repente, aquel ser de rictus incorruptibles, de expresiones perdidas en el infinito, dio rienda a una comunicación con su amigo. Haría falta un experto en hermenéutica para descifrar aquellos mensajes sin sonidos, aquel baile sin movimiento.

M. me miraba acongojado por la dureza de la imagen que se abría ante sus ojos. De dónde sacó fuerzas lo ignoro pues comenzó un diálogo como antes: de ésos que sólo dos buenos amigos mantienen. Y entre frases disfrazadas de jocosas distracciones, mi hermano giró su cara, miró a su amigo y sonrió.


(Imagen: Terry Richardson)




No hay comentarios:

Publicar un comentario