sábado, 3 de enero de 2015

UN DESIERTO SIN ESPINAS (Segunda Parte)


Había una vela casi consumida encima de la mesa, donde todos los cubiertos estaban usados. Por la ventana entraba un tenue reflejo de luz que dejaba en evidencia la cantidad de humo que llenaba la sala. Derrotado por la ingente cantidad de tragos, te decías en silencio: "he tratado de olvidarte, he perdido mi orgullo y aquí sigo".

Casi todos se habían marchado, solo quedaba ella recostada a lomos del enorme sofá verde. Era de proporciones reducidas, un poco tibia en el habla. Por el maquillaje deshecho en las sienes, aparentaba algunos años más. No más de 30, intuiste con acierto. Se hacía la dormida a sabiendas de tu inminente estímulo a acariciarla. Pelo largo, medias claras, rasgos que podían hacerla confundir y desaparecer entre la multitud. Pero estaba allí, silente y blanda, con los instintos nocturnos despertando. Era únicamente eso: una casualidad puesta al alcance de tus manos. 

Te levantaste y entendiste que ella había oído tus pasos. Luego, conseguiste reclinarte para comprobar que seguía dormida y te devolvió una mirada pícara, boba habrías pensado en otro momento. Permaneciste de pie unos segundos más mientras ella se recomponía las manchas negras que pegaban viscosamente sus ojos. Te pareció decadente toda esa situación: aquella vela deshecha, el verde perdido del sofá, la alfombra con tus huellas impresas pero quisiste saber qué había detrás de una mirada atrofiada por el negro barniz del maquillaje.

(Imagen: Helmut Newton)

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