domingo, 8 de septiembre de 2013

MEDIANOCHE EN EL RELLANO


Pasaron pocos días, quizás tres sino dos, desde la última vez que sonó el ruido seco de la puerta. Salieron tras de ti veinte horas de primavera entre unas sábanas que hoy quieren olvidar tu nombre. Ingratas envolturas de antiguos deseos ya consumidos, carcomidos desde las entrañas por la sal del amor. Yo me había ofrecido como recompensa a tu valentía pero mi cuerpo te supo a laurel marchito.  Y fue entonces cuando sonó el ruido seco de la puerta.

Mantuve diariamente mi ceremonia puntual, desdichada como el reloj que espera cada noche a que salga el sol. Permanecí sentada entre cartones infectos, solitaria en multitudes humanas buscando olor a vida en la fosa común de la ciudad. Envejecí engañada por la esperanza, como la esposa de un general tullido en guerra, y seguí viviendo de espaldas, dominada por la usura de la felicidad.

La aurora te despertó en el refugio. Mirabas de reojo la grandeza de tus días: una casa bonita, una esposa fiel, dos hijos sanos como peces pero te sentías pusilánime como el guerrero cobarde que entrega el sable al templo. Y recordaste la oscuridad de terciopelo cuando yacías en mi vientre; sentiste por última vez el sabor a naranjas amargas de mi paladar. Entonces, comprendiste que en todas las ciudades hay barrios que uno no debe frecuentar jamás, donde siempre es medianoche en el rellano. Lugares envenenados con suelos que crujen para ensordecer el gemido de la lujuria.

Imagen: Dennis Stock

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