miércoles, 5 de enero de 2011

BUQUÉ DE MENTIRAS


Deben ser ya casi las ocho. Lo intuyo por la intensidad de la fatiga que se posa en mi sien. Hace años que destruimos todos los relojes de casa. Él no los necesita y yo me he acostumbrado a medir el tiempo por cuenta de las flores. Ya soy toda una experta e incluso me atrevo a desarrollar una teoría sobre cómo las hortensias mancan los cuartos, los geranios dan las medias y la jacaranda, las horas en punto. Él desglosa sus conocimientos empíricos sobre flores, matas y árboles y debate enardecido los errores de mi hipótesis. La llama hermenéutica, convenciéndome, con todas sus artes sarnosas, de mi profunda equivocación. Pero claro, yo no cejo en el intento de mostrarle que existen pequeñas reacciones, casi imperceptibles para las que ningún ingeniero formuló nunca un teorema.


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"Tú y yo siempre fuimos una quimera", le digo cada mañana en mitad del desayuno. Después de tantos años, aún no se termina de creer la fidelidad con la que concibo nuestra rutina. A diario, despliego un idéntico cortejo. Me gusta el jabón con olor a lavanda; deja un recorrido de limpieza matinal por toda la casa. A la postre, entiendo que esté cansado de mis continuas disecciones sobre las propiedades de la miel. La consume con un gesto de sacrificio y abnegación que siempre provoca mi carcajada. Después se esconde detrás del periódico. Parece un navegante divisando sus cartas atlánticas. Yo lo miro de reojo, aún me parece atractivo, si bien sus negros ojos hoy sean ya grises cenicientos.


(Imagen: Franz Christian Gundlach)




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