lunes, 10 de mayo de 2010

EL RITUAL DE LAS ABEJAS (I)


Cuando te ví, el pueblo dejó de parecerme una ciénaga.
Vivías a hurtadillas de tí mismo.
Entre una ligera percepción de lo vulgar y la tranquilidad que provoca la costumbre.
Las calles por las que te veía pasear disminuían su grandeza ante tu estatura.
Eras alto, de proporciones consistentes, como una torre que se alza desnuda.
Cuando intuía que estabas, escurridiza huía.
Mis días estivales pasaban encerrada en casa, entre libros, baños y películas.
No eras esa clase de hombres que encendía mi lado venéreo.
Sin más, te sentía latente, brillante como el deseo más honesto y desinteresado.
Llegó el día que, entre conversaciones pasivas, pregunté a otro amigo.
Las referencias hacia tí hablaban de cadenas.
Esos instantes lacónicos de otros brazos pertubaban mi ánimo como tubetas de agua sobre el cuerpo seco.


***

Un día toqué a tu espalda.
Te giraste.
Los colores de tu rostro emulaban molinos de viento para niños.
Yo era pequeña, enjuta; un suspiro discreto de oscuras intenciones.
Mentía sin saber contener el examen de tus manos.
En apariencia eras tan distante y frío que esas bromas que vertías se transformaban en sánscrito.
Te juro que sólo pensaba en escapar.
Miraba a ambos lados pero ningún plan alimentaba mi argucia.
Me sentía incómoda; tú seguías ahí, imperturbable.
Entonces, opté por doblar mi personalidad y utilizar una ajada máscara teatral.
Como Jano, contenía los nervios en el estómago y te contaba cosas para necios.
Esperaba que fueras tú a cortar la conversación.
Al fondo del descampado revoloteaba mi hermano.
Sonreí aliviada por única vez en la noche.
Mis pasos empezaron a multiplicarse en velocidad.
Ahora me quedaría para siempre la dulce miel de aquel momento.
Miré hacia atrás, memoricé la escena y pasaron, tranquilos y serenos, varios años.
Hasta hoy.

(Imagen: Tiziano, Amor Sacro e Amor Profano)









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