sábado, 26 de febrero de 2011

LA PULPA DEL LIMÓN


En las mañanas templadas de marzo se posaban desnudos en mi ventana dos bellos limones campaniformes. Recuerdo cómo anhelaba tocarlos o incluso cortarlos para estrujarlos contra mi piel y luego lamer su jugo entre muecas acres. Sin embargo, dejaba cocer mis deseos con la esperanza de que, día a día, los límpidos limones comenzaran a perder su virgen tonalidad amarillenta y se secaran hasta quedar la cáscara bien arrugadita. Para entonces, las hojas habrían cedido ante la laxitud de las horas: quedarían ya henchidas y distantes como la mirada de los amantes que esperan en silencio a que suene su canción. Tenía siete años y me llamaban Margarita.

En ocasiones, cuando el clima era húmedo solíamos pasear por las afueras de la ciudad. Para disfrute de mi imaginación dibujaba en aquel pantanal una gigantesca noria que sobresalía de un paisaje de carpas coloradas, donde enanos y enanas tendían sus tenderetes con pingos e interiores. Sentía pánico cuando aquella fantasía curtida en mi alma se revertía maldita contra su propia creadora y entonces, los señores malvados del circo me raptaban con ellos. Y en un periquete, ya aparecía evanescente mi sosias gitana, con churretes y andrajos. Habrían vendido el bonito vestido de piqué que mi abuela cosió para mí durante la primavera, sentada en su merecedora y quejándose porque nadie sino ella reparaba en la necesidad de encalar la fachada, antes de que las tiranas fauces del sol nos derritieran las entrañas.

(Imagen: Martín Chambi)



2 comentarios:

  1. Lástima que hayas bajado el nivel fotográfico con un texto tan bueno.

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  2. No me desagrada la foto... Pero si lo dices tú, yo pliego... Así de fácil. Muchos besos, Marcelita.

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