jueves, 27 de mayo de 2010

MURDER, MY SWEET



Corrían las 9:30 de la mañana. Un hormiguero de conserjes y ujieres abarrotaban la sala. Los curiosos no tardaron en llegar. Eran las 9:40 y nadie tenía idea del paradero de la abogada. Veía a las secretarias, a las limpiadoras y camareras cuchicheando un asunto de faldas, sus siseos eran ensordecedores, apenas quedaban ondas libres donde encontrar la probada calma natural de las mañanas.

Las noticias sobre una presunta relación con el fiscal vertían sacos de barros en mi conciencia. Siempre estimé que una alta dama de la abogacía no debía sucumbir a los encantos pasajeros de un seductor taciturno y acomplejado. En mis noches ebrias la imaginaba junto a la chimenea, vestida con una bata de satén, repasando informes mientras sus gafas pendían de una diminuta nariz. Los silencios se tornaban incandescentes cuando ella llegaba fiel a su puntual cita con la ley. Con pocas miradas había entendido que se trataba de un ser estoico, dominante de la apocada sensibilidad femenina.

A mediodía, cumplida la máxima continencia de un juzgado impaciente, se reanudan las sesiones. Mi alerta se enciende cuando, taimado pero febril, aparece sonriente el donjuán de los fiscales. Pocos son los minutos que le bastan al conserje para ponerle al día de los acontecimientos vividos durante las primeras horas de la jornada. Capté en su expresión un sentimiento de sorpresa, pero supuse que sería una de tantas caras ensayadas delante del espejo en largas noches de egoísmo vanidoso.

Minutos después, una unidad móvil de la policía irrumpió en las habitaciones del viejo Palacio de Justicia. Venían forenses, detectives, hombres bulto, diría algún comisario de segunda y decenas de maderos de poca monda. Según entendí, el cadaver de la abogada yacía digno y frío en su minúsculo despacho. Los folios de procesos se acumulaban en los rincones, las termitas desfilaban entre cartones, los viejos aparatos de radiación seguían emitiendo calor.

(Imagen: Weegee)

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